(Fragmento de mi próximo libro “Corazón con alas”)
Para Gabo, Diego, Alexis Adolfo y todos aquellos que están forjando sus alas.
Fue un par de años después de haber salido de la escuela de aviación, llevando en la bolsa mi licencia de piloto comercial y tras ser testigo del fallecimiento de uno de mis compañeros, piloto de la escuela en un accidente aéreo, cuando pude reflexionar sobre la gran cantidad de obstáculos que debí enfrentar para lograr mis alas.
Pensé también sobre el hecho de que finalmente tener el documento en la bolsa no convierte al aviador en una persona especial.
Como pilotos novatos podemos llegar a sentir que no hay nada en el planeta que se pueda comparar con nuestras grandes habilidades de vuelo, a pesar de tener anotadas en Bitácora las primeras 200 o 300 horas, y ese justamente es el momento en que un piloto se puede convertir en un peligro.
El piloto novato se siente autosuficiente, no está muy dispuesto a escuchar a quienes más saben sobre las interminables cuestiones que tienen que ver con volar un avión de manera segura, está convencido de que lo sabe todo y le falta paciencia.
Lo quiere todo y rápido, no es autocrítico, siempre encuentra buenos pretextos para tratar de justificar errores y no le interesa aprender de las experiencias de vuelo de los demás.
El novato del vuelo casi siempre es joven y por lo tanto ansioso; llega el momento en que se puede creer indestructible tras los controles hasta que la realidad de la vida y de la profesión lo ponen en su lugar y muchas veces lo hace de la forma menos esperada y, en no pocas ocasiones, muy dolorosa.
El piloto profesional aprende algo nuevo en cada hora de vuelo y no solo sobre su avión y sus sistemas, sino sobre la industria aérea, cómo funciona y no deja de aprender hasta un minuto antes de su jubilación.
Con el paso del tiempo y la acumulación de horas de vuelo, uno se apasiona todavía más por el vuelo, comprendiendo esa bendita necesidad de tener un poco de aire entre los pies y el suelo, comprendiendo todos los minutos de magia pura, los maravillosos sabores y sentimientos que ofrece nuestra profesión, pero también vive los sinsabores y los momentos de miedo y soledad que se pueden llegar a vivir allá arriba y todos esos ratos de susto a la hora de tener que cumplir con los constantes exámenes y requerimientos de la profesión.
Aldoux Huxley decía que “experiencia no es lo que nos ocurre, experiencia es lo que ganamos con lo que nos ocurre”.
Tras 45 años como piloto y 15 de ellos como instructor, aprendí que la más importante posesión de cualquier aviador profesional es la experiencia, que es lo que nos garantiza la formación de un buen criterio y por lo tanto seguridad.
Por otra parte, la mayor cualidad de un buen aviador es el poder de adaptación a los constantes y repentinos cambios en diferentes situaciones en vuelo y en tierra. Es esa facilidad para adaptarse en cortos lapsos lo que ayuda a resolver los problemas.
Es vital escuchar y aprender de los demás, estar siempre alerta durante los vuelos cuidando cada detalle porque los más antiguos de la profesión sabemos que es justamente en los detalles donde habita el diablo.
Se debe tener humildad profesional, mantenernos siempre a la escucha y no confiar ni caer en la complacencia o en el “ahí se va, no pasa nada” porque no pocos pilotos complacientes, muy valientes, atrevidos o descuidados yacen en los panteones.
Durante nuestro trabajo en la cabina de un avión no es necesario llegar a vivir o provocar una experiencia cercana a la muerte para valorar nuestra vida.
Tampoco necesitamos llevarnos un gran susto para valorar a aquellos que han confiado en nosotros o a aquellos que nos aman y nos están esperando en casa.
A las 100, 500 o 30 mil horas de vuelo hay que mantener los ojos bien abiertos, el cerebro conectado al avión y sus alrededores pensando siempre en actuar de forma segura, siempre conscientes de que definitivamente es a la tierra a donde deberemos regresar para seguir disfrutando por muchos años de la profesión más hermosa del mundo.
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